martes, 4 de junio de 2013

"Cazador de alientos" (5)


Capítulo quinto: Diablo.

  Orphïo caminaba con paso lento pero seguro. El aroma de la malevolencia, aunque él no lo notase gracias a su máscara, inundaba el corredor por el que caminaba. Las vistas tampoco eran muy alentadoras: la suciedad húmeda y pegajosa lo cubría todo. Era huella inequívoca del pasado del edificio, cuya función fue una mixtura de bar de copas, burdel y cuadrilátero de boxeo callejero. La sangre y otros fluidos todavía menos agradables cubrían las paredes. Aquel sitio había tenido bastante tralla.  

  A sus espaldas seguían escuchándose los silbidos de Carón. Aquel viejo era simpático a pesar de estar donde estaba y servir a quien servía. Habría podido ser un buen amigo sin duda.

  Orphïo se mostraba impertérrito. Siguió avanzando camino del encuentro con Diablo. Él era la máxima autoridad no reconocida de la subciudad, siempre a la sombra del Alcalde. Diablo era quien manejaba todos los asuntos de ahí abajo, lucrándose de ello. Movía los hilos a su antojo sin nadie que pudiera pararle los pies. ¿Los gángsteres y caciques? Todos le rendían tributo ya fuese en forma de comida no contaminada, mujeres libres de enfermedades, o incluso los codiciados últimos alientos. 

  "Maldita sea" pensó. Él mismo estaba consagrando el poder y la autoridad del ser más despiadado y asqueroso de toda la subciudad. Pero ¿qué podía hacer con Euríade bajo su custodia? Tan sólo resignarse y obedecer. ¿Tan sólo resignarse y obeceder? Aquel maldito se estaba saliendo con la suya.  Los últimos hálitos eran el pago por liberar a su amada Euríade, que estaba presa desde hacía un año. Resignarse, pagar, y obedecer...

   Diablo descubrió la forma de hacerse con el poder de la subciudad hacía ya muchos años. Torturó hasta dejar bobos perdidos a los cinco jefes de las bandas rivales que se disputaban el poder entre sí. Y es que la tortura telepática en las manos adecuadas podía obrar auténticas atrocidades.  Diablo nació con el don de poder engullir las almas moribundas, obteniendo así poderes telepáticos dantescos, y ese don le consiguió la corona de podredumbre que portaba.

  Al fin, nuestro atormentado héroe, llegó a la sala más profunda de El Infierno. En el medio de la sala, débilmente iluminada, se encontraba una figura alta y estrecha cuyos huesos parecía que fuesen a atravesar la fina piel blanquecina. Estaba sentada y con la cabeza baja, aunque se podía adivinar una sonrisa maléfica en su rostro.

  -Orphïo, maldito asqueroso, ¿me has traído lo mío? -dijo refiriéndose al aliento- Ja, ja, ja... Noto tu sufrimiento. La quieres, ¿verdad? ¿Todavía? Su cuerpo y su mente están destrozados y tú la sigues queriendo. Patético. 

  Orphïo observó el cuerpo magullado de Euríade. Estaba detrás de Diablo. 

  -Te lo he traído. ¿Cuántos más, Diablo? -dijo casi en un susurro de voz quebrada.

  -¡No preguntes!

  El grito de aquel ser fue repugnante. Orphïo se adelantó para darle el frasco que contenía el último aliento de aquél viejo. 

  Y en una milésima de segundo lo tuvo claro. Huiría con su querida a través del desguace abandonado.  Nada de resignarse.

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